viernes, 11 de marzo de 2011

El ayuno

por José Eizaguirre, Religioso marianista

Comencé a prescindir del desayuno de los viernes hace nueve años, durante un año sabático que disfruté en la India. En la comunidad marianista en la que yo vivía, uno de los religiosos era trabajador social. Todos los días recorría las calles y slums de la ciudad haciendo el seguimiento de personas y familias necesitadas, muchas de las cuales vivían a la intemperie. Este hermano tenía la costumbre de sustituir el desayuno de los viernes por un frugal café, en solidaridad con todas las personas que no podían desayunar ningún día. “Esta mañana voy a ver a mucha gente que no habrá probado bocado y quiero de esta manera, al menos un día a la semana, sentirme más cerca de ellos”.

Impresionado por la pobreza ambiental que no podía dejar de ver todos los días, no tardé mucho en imitar a mi hermano. Y es que cuando uno vive cerca de los hambrientos es más fácil ayunar.

Después he mantenido esta práctica semanal del ayuno de los viernes, con la intención de no olvidarme de las personas hambrientas con las que me encontré aquel año en la India. Un pequeño gesto que me recuerda, al menos una vez a la semana, lo afortunado que soy y lo desafortunadas que son tantas personas hoy en el mundo.

Con el tiempo he ido practicando, además, algunos días de ayuno (días en el que solo hago una comida, sobre todo en contextos de retiros), en los que he ido descubriendo las repercusiones saludables y espirituales de un estómago voluntariamente vacío. Ciertamente, el ayuno voluntario es una ayuda en nuestra búsqueda humana de Dios, en el reconocimiento de la propia fragilidad, en la aceptación de las debilidades ajenas y en el dominio de uno mismo. Pero seguramente si yo no hubiera comenzado a ayunar por motivos solidarios nunca hubiera llegado a descubrir esas otras dimensiones. Sí, seguramente hoy sea más fácil descubrir el ayuno empezando por la solidaridad y llegando a la espiritualidad que viceversa.

Hoy no es difícil comprender que alguien haga “huelga de hambre” por una causa justa (los 32 días de ayuno de Aminatu Haidar en noviembre pasado son un ejemplo reciente). Pero más allá del recurso al ayuno radical como medio de protesta o de presión política ante una injusticia, para mí el ayuno es una forma de recordar la mayor de las injusticias que hoy sufre nuestro mundo: el hambre. No los vemos, porque la gran mayoría de ellos están lejos de nosotros, pero según la FAO, en el mundo existen mil millones de personas hambrientas y cada día cuarenta mil –entre ellas quince mil niños– mueren literalmente de hambre. ¡Por el amor de Dios! ¿No se nos revuelven las entrañas ante esta catástrofe diaria?

Ante este drama humano, el ayuno supone un gesto de solidaridad. No voy a remediar el hambre en el mundo, pero sí quiero expresar que el hambre en el mundo me importa y me afecta. Es un gesto, ante todo, de com-pasión, de querer padecer junto con los que sufren, aun sabiendo que mi solidaridad no les va a quitar el hambre. ¿Qué sentido tiene entonces compartir la carencia de otros sabiendo que eso no va a disminuir la suya? La respuesta no está en el nivel de la lógica sino en el del corazón. ¿Acaso no lo hacemos con las personas a las que queremos? Me importáis tanto que hago mío vuestro sufrimiento, compartiendo vuestro drama, aunque ello no reduzca vuestro dolor.

El ayuno es para mí, en primer lugar, un medio que me ayuda a no olvidarme de los hambrientos. Pero hay algo más: en un mundo donde hay incomparablemente más riqueza que en cualquier otra época de la historia, el que existan mil millones de personas desnutridas y que cuarenta mil mueran ¡cada día! por el hambre es una injusticia clamorosa que merece ser denunciada. Porque sabemos que el hambre en el mundo es evitable. ¡Sabemos incluso cuánto dinero cuesta evitarlo! Y sabemos que las naciones ricas nos gastamos (con el dinero de los ciudadanos, también con el mío y con el tuyo) veinte veces más en armamento y en salvar a los bancos de la quiebra, que lo que costaría erradicar el hambre y la pobreza extrema. ¡Por el amor de Dios! ¿No nos indignamos ante esta perversa manera de establecer prioridades?

Ayunando una vez a la semana tal vez no cambiemos las políticas de nuestros Gobiernos, pero estamos haciendo un pequeño gesto: el gesto de denuncia de una situación que no nos gusta y el gesto de que nosotros sí estamos dispuestos a cambiar, aunque sea en “cosas chiquitas”. Nuestro ayuno es, también, un medio que puede servir para que otros no se olviden de los hambrientos.





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